martes, 2 de septiembre de 2014

Wilkie Collins SÍ revisaba sus manuscritos

Y parece un tío serio y todo... 

Cuánto se sorprendería el público si supiera que todo escritor digno de ese nombre es el más severo crítico de su libro antes de que este caiga en manos de los reseñadores. El hombre que ha escrito una página con todo su fervor es el mismo que al día siguiente se sienta y la juzga sin piedad. 

Estas sabias palabras pueden leerse en La sotana negra, una magnífica novela de mi adorado Wilkie Collins de la que podéis leer la reseña que escribí para Papel en Blanco. Creo que es cierta, al menos en la mayoría de los casos, que todos hemos leído alguno de esos libros que parecen haber sido publicados sin que el autor (ni el agente... ni la editorial... ni los operarios de la imprenta...) les hayan dado más que una mirada superficial.

Por supuesto, Wilkie Collins era de la misma opinión, y sus libros a veces eran sometidos a hasta cinco procesos diferentes de revisión, entre revisiones propias, del manuscrito del copista, de la imprenta, etc De hecho, aunque la personalidad juerguista de Wilkie (ejem) nos despiste (el hecho de tener dos familias paralelas no es que ayude, claro), en realidad en lo que se refería a la escritura era un trabajador incansable.


Junto a la ventana de su estudio en Gloucester Place había una gran mesa para escribir, al lado de un viejo escritorio, el mismo que había utilizado desde sus años de escolar. Al lado había una caja que contenía las notas que utilizaba en sus relatos y para crear sus personajes. También había dos libros de recortes de periódico, uno titulado "Notas para escenas de incidentes" y el otro "Notas para personajes". Cuando finalizaba un manuscrito, lo revisaba y lo entregaba al copista, y el manuscrito de este era sometido a dos revisiones más antes de enviarlo a la imprenta. A continuación se revisaban las pruebas de imprenta, y cuando la novela, después de su serialización, aparecía en forma de libro, se volvía a corregir. 

Este extracto está sacado de la excelente introducción de Damià Alou para la edición de Cátedra, y nos da una idea bastante exacta de lo que era la vida de escritor de Mr. Collins. Una vez más, nos encontramos con la refutación de ese mito del escritor como alma atormentada que escribe en arrebatos y se dedica, básicamente, a transcribir lo que la inspiración divina le dicta.

Por suerte, o por desgracia, no es así, y la dura realidad es que para conseguir una obra de calidad hay que trabajar. Y mucho. Y a veces, ni siquiera trabajando (mucho) se consigue algo que resulte potable...