Si te aproximas a la
Isla del Oso desde el suroeste puedes pensar que no es más que uno de esos
peñascos sin vida en los que solo las matas de brezo sobreviven. No es posible
ver desde allí el castillo que se recorta contra el cielo gris, ni el puerto
seguro, ni la ciudad, pequeña pero moderadamente alegre, como todos los que allí
viven.
Puedes pensar que vas a
morir allí, contra los acantilados, llevado de un lado a otro por las corrientes
marinas, despeñado contra las rocas, sin más posibilidad que la de acordarse de
los que nos amaron alguna vez o de los que nos hicieron algún mal, según el
talante de cada uno. No es hasta que uno ya está suplicando por su vida cuando
advierte la diminuta playa que se abre bajo la piedra desnuda y, sin embargo,
fue en esa playa donde la muchacha encontró al hombre, al que confundió con
otro cadáver de los que el mar arrojaba a la orilla.
El hombre tosió y la
muchacha, que se llamaba Maeve y que ya había visto más mundo del que le
correspondía, se acercó con un palo. Que estuviera débil ayudó a que le
prestara auxilio, que fuera bien parecido fue otro punto a favor, pero que
tuviera entre las manos un pesado medallón de oro fue lo que sin duda hizo que
la balanza cayera de su lado.
Lo acomodó en una cueva,
le dejó su pañuelo, un manto pesado y gris que había visto tiempos mejores, y
le prometió que volvería con agua y comida. Cuando volvió horas más tarde el
hombre parecía recuperado y del medallón no había ni rastro. Se tragó su
desilusión aunque en el fondo se alegraba de que no estuviera muerto, pues
aunque vivía en una granja pobre que se abría al mar y en la que el heno nunca
prosperaba en realidad tenía buen corazón. Pensó que se le había hecho
demasiado tarde y estaba dispuesta a marcharse cuando el hombre la detuvo.
–No te vayas. Ayúdame y
serás recompensada. Me llamo James y próximamente
llegará hasta la casa del señor de Innis un hombre que se hará pasar por su
hijo perdido, pero solo es un engaño para hacerse con su herencia. Tienes que
avisarle.
James tosió de nuevo y Maeve pensó que se moriría
allí, en esa cueva apestosa, y que tendría que rebuscar entre sus ropas para
dar con el medallón. Sin embargo, su respiración se serenó y la muerte pareció
marcharse, y con ella su esperanza de poder abandonar la isla sin mirar atrás.
–¿Y cómo va a confiar
en mí? Quizás si me das algo que haga que me crea…– quería poner las manos sobre
el medallón cuanto antes pero entonces el asombro asomó a su voz–. ¡Eres su
hijo! ¡El que todo el mundo cree que se ahogó!
James se echó a reír entre toses y Maeve lo vio más
atractivo que nunca, porque todo el mundo sabe que los herederos tienen un
brillo especial.
-No lo soy, pero siempre
se portó bien conmigo y quiero devolverle el favor. No creas que no he visto
como miras el medallón pero mejor olvídalo. Si me mataras e intentaras venderlo
solo atraerías la ruina y sería una pena para una chica tan bonita.
Sin embargo, cuando al
día siguiente Maeve fue a hablar con el
señor de Innis descubrió que el anciano ya estaba celebrando la vuelta de su
hijo perdido. Por más que pidió hablar con él no la dejaron pasar pero le
dieron dos empanadas calientes, porque el señor de Innis era un hombre justo al
que le gustaba hacer partícipes a otros de su alegría.
Volvió al lado de James
y le dio una de las empanadas, a la que tan solo le faltaba un mordisquito, y él
hizo como si no lo viera. Tras contarle todo James se puso en pie
trabajosamente.
–Ayúdame, tengo que
llegar a su casa cuanto antes.
Fueron por el camino
salpicado de brezo hasta llegar al castillo, y el paseo fue lo bastante largo
como para contarle la historia. Habían sido amigos, él y el heredero, y juntos
marcharon a correr aventuras. El hijo murió, sin embargo, pero no sin que antes
no se hubieran percatado de su enorme parecido con aquel hombre, Robert, que
ahora había usurpado su lugar. Un hombre con el corazón negro, que había estado
a punto de matarlo y al que no le importaba engañar a un anciano que soñaba con
la vuelta de su hijo.
Llegaron hasta el señor
de Innis y su bienamado hijo, cuyas mejillas palidecieron al verlo, y que
tembló de ira tras exponer James el engaño.
–¡Mientes!- fue lo
único que alcanzó a decir.
–No miento– dijo James
con calma y extrajo entonces del bolsillo el medallón, que solo despertó codicia
en sus ojos–. Mi señor, aquí tengo el medallón que vuestro hijo siempre llevaba
consigo.
–Lo habré perdido–repuso
Robert rápidamente.
–Claro, lo habréis
perdido. Pero entonces seguro que recordareis qué inscripción guarda en su
interior.
–¿Hijo?- la mirada
vidriosa del anciano se rompió y en ese momento Robert se abalanzó sobre James,
intentando arrebatarle la joya.
Fue Maeve quien lo paró,
asestándole un buen codazo, pues no había llegado hasta allí para ver cómo le
birlaban el medallón de oro delante de las narices. Y porque había quedado
conmovida por la triste historia del señor de Innis, también.
Robert fue apresado y el señor de Innis lloró de
nuevo a su hijo, esta vez de manera definitiva. Nombró su heredero a James,
pues más vale un hombre bueno que un hijo muerto, y cuando este se casó con Maeve
fue dichoso, aunque su alma ya volaba lejos. James y Maeve fueron felices, a su
manera, como lo son todos los habitantes de la Isla del Oso, y no hay una vez
que no baje hasta la playa escondida que no me acuerde de ellos.