Sí, yo también lo siento |
La verdad es que empecé a pensar en este post a primeros de Agosto. Como podéis ver por la fecha actual, no va mucho conmigo eso de darse excesiva prisa por escribir algo que se me ha ocurrido, así en general. Ya sean post para el blog, novelas o notas de recordatorio...
El caso es que a primeros de agosto, cuando estaba viviendo en Sofía, iba en el autobus de vuelta para casa, después de una visita a un orfanato, acompañada por mi compañera de piso y por otro voluntario. Este otro voluntario es un chico ucraniano, guapísimo, de metro noventa, ojos azul cielo, pelo rubio y sonrisa perfecta. El típico ucraniano, vaya.
Para que os hagáis una idea, yo lo llamo mi Baby Jesus (y él se deja, pero ese es otro tema).
El caso es que ya habíamos terminado y volvíamos a casa, y con el calorcillo tan agradable que hacía (ejem) os podéis imaginar mi desastroso estado. Sudada, despeinada, me habían tirado encima (sin querer, claro) una botella de agua... ese tipo de estado. Y de estas que me da por mirar a mi amigo ucraniano y se me cae el mundo encima.
Ahí estaba él. Tan mono. Sin una gota de sudor. Con una sonrisa luminosa y todos los poros de su cara bien cerraditos y sin brillar. Ah, cruel destino. Entonces lo supe con claridad:
La genética es una zorra despiadada.
Que no, que por mucho que quiera no voy a medir 1,80, ni voy a tener una talla 32, ni voy a tener el pelo liso y manejable cual anuncio de Pantene. Esa lotería que es la genética no me ha tocado, qué le voy a hacer, y aunque siempre podría ser peor (siempre puede empeorar), esta es una de esas muchas cosas, una más, sobre las que me gusta quejarme y llorar.
Si tú también sientes que la genética te ha estafado (a ti y a tu familia), siéntete libre de quejarte. Total, es gratis...
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